jueves, 29 de octubre de 2015

Introducción: Éxodo 3,14






 
Quien no sabe pedir cuentas
a tres mil años de historia,
queda a oscuras, inadvertido;
sólo podrá ir viviendo día a día.
(Gohete)

El bíblico libro del Éxodo contiene las más grandes verdades, contadas por los más grandes mentirosos.

Sobre la sólida cimentación de un acontecimiento que, por su  indiscutible evidencia nadie podía negar, unos tramoyistas aficionados edificaron una torre de arena; una ilusa apariencia de esperanza que, complementada por un artificioso decorado, debía ser reforzada y consolidada a diario.
Por si acaso algún piadoso `emisario de los dioses´ no lo ha entendido, se lo aclaro con mucho gusto:
Asentada sobre la base de una gran verdad, construyeron una gran mentira.
Una gran mentira, de la que llevan  'viviendo' más de tres mil años.
No obstante, desde aquel lejano primer momento, y tomando la forma de las más razonables dudas, todas o casi todas las teorías, suposiciones y certezas que se exponen en este trabajo, quedaron escritas de forma indeleble en los corazones de los hombres.
Sin embargo, estando escritas, nunca fueron "pasadas a limpio" y, por supuesto, jamás han sido publicadas.
¿El motivo?
Pues, la explicación se asienta en un doble e indiscutible fundamento:
Por una parte, la amenazadora e implacable represión impuesta por los “representantes" de los dioses, por sus embaucadores "intermediarios", y por los "piadosos" inquisidores.
Por otra, el comprensible y disculpable temor del hombre a perder la protección de los "bondadosos" dioses y prescindir de la acogedora quimera de un “paraíso post mortem”.
Se dice que mientras hay vida hay esperanza; pues bien, una gran mayoría de personas no pierde la esperanza ni después de haber perdido la vida. Y, ¿quién puede pretender negarles ese derecho?
Pero de una forma u otra, éstas han sido las dos razones principales que nos han privado de conocer la auténtica verdad. Por fortuna, como diría el rey Josías, todavía disponemos de otra sólida esperanza:
El libro del Éxodo
Pero no; no estoy aludiendo a ese libro que todos conocemos y que fue integrado en el bíblico Pentateuco; ni  tampoco aquel que otro que se cobija en la Torá con el título de Nombres. Yo me estoy refiriendo al libro original: al legítimo y auténtico relato de la presencia de Yavé en el Sinaí. Una crónica que, afortunadamente, y con el recato de la prudente verdad, subyace silenciosa, pero no muda, en ese extraordinario libro.
En ese auténtico y original Libro del Éxodo podemos encontrar todas, o casi todas, las respuestas a las más interesantes y determinantes preguntas de los hijos del hombre. Y como primera respuesta a esos miles de incógnitas,  allí, en ese asombroso Libro, en  su capítulo tercero, versículos catorce y quince (3,1415 = número PI), quedaron reseñadas las palabras de Yavé, cuando, contestando a  Moisés que le ha preguntado por su nombre, se identifica diciendo: YO SOY EL QUE SOY;  o lo que es lo mismo, YO SOY YO; palabras que deberían interpretarse como: MI NOMBRE NO IMPORTA.
Esta portada de introducción tan sólo pretende ser un escaparate y, con el propósito de no disponer gratuitamente del tiempo del lector, a continuación le anticipo una declaración de intenciones y le presento un breve muestrario de las teorías que puede encontrar en este ensayo:
En primer lugar, la declaración de intenciones:
En este trabajo he pretendido tratar con el máximo respeto todas las creencia y a todos  los creyentes. No podría ser de otra manera, puesto que las personas que más he querido, han sido creyentes. Pero -siempre hay un pero-, yo solamente respeto las creencia y a los creyentes que son merecedores de respeto.
Naturalmente, se puede y se debe argumentar: ¿Y quien eres tú para creerte capaz de juzgar y decidir lo que es y lo que no es digno de ser respetado?
No puede usted tener más razón. Por eso yo le invito:
Sea usted quien decida en cada caso. No permita que nadie juzgue en su nombre. Escuche a todos; medite la información recibida y después concrete su opción. Y, por favor, recuerde: esa opción aceptada es válida sólo para usted. Si así lo desea, puede permitirse ser tan osado como para afirmar que tiene la razón; pero sería algo más que osadía pretender que los demás estén de acuerdo con usted. Sus ideas puede compartirla pero no puede imponerlas a los demás. 
Si, por ejemplo, tal y como algunos levitas hicieron constar en Éx. 12, 29, un dios, por una cuestión de razas, religión o por cualquier otro motivo, ordena la muerte de niños egipcios, resultará muy conveniente que sea usted quien decida y juzgue si ese dios y quienes defienden esa historieta, son merecedores de su respeto. Si usted decide y juzga que sí son dignos, así sea.
Pero incluso de este sórdido ejemplo, con el que he pretendido de una manera vergonzosa influir en su libre interpretación, deberá usted dudar. Y deberá dudar, porque si después de meditarlo, entiende que no tiene suficientes elementos de juicio para decidirse, no concrete su opción.
De todas formas, con más o menos 'suficientes' elementos de juicio, tal vez debería olvidarse de esa 'democrática' coletilla que dice:
Yo respeto todas  las ideas, aunque no las comparta.
Y debería olvidarse de esa tolerante coletilla, porque matar niños no puede ser nunca una idea a respetar y, tal vez, sólo debería ser compartida por los `tolerantes´ ungidos. Repito: No es una idea a respetar. Y esto, a pesar de los muchos, muy 'juiciosos y muy milagrosos' que sean los argumentos que presenten quienes la defiendan; y por 'muy malísimos' que fueran aquellos niños a quienes quitaron la vida.
Por esta razón, repito: es usted quien debería decidir. Y no consienta que nadie intente equivocarle, porque:
Lo que no es respetable, no es digno de respeto.

Y, después de esta 'respetuosa' declaración de intenciones, usando del más bíblico de los números, les ofrezco estas siete teorías:
  • Primera: El hombre, en contra de los que afirman los 'piadosos' sacerdotes, es tan poderoso, que sin la ayuda de nadie ha creado a los dioses.  Y los hemos creado, porque nuestro temor ante los peligros de la vida y el vacío de la muerte -sensaciones angustiosas que se han combatido con una entelequia bautizada con el nombre de FE-, nos han arrastrado a ello. 
  • Segunda: Hace más de tres mil años, desde los cielos descendió un "dios" para informarnos y demostrarnos que no hay dios; un "dios" que nos dijo que los dioses, las diosas, los ángeles, los demonios y los demás espíritus celestiales no existen. Perdón, no he querido decir eso; claro que existen.  Existen y están muy presentes, pero sólo en nuestros deseos, en nuestras ilusiones  y, sobre todo, en nuestros miedos.
  • Tercera: Yavé no es un dios. Él mismo nos lo dijo cuando afirmó: YO SOY EL QUE SOY.
  • Cuarta: Yavé, no siendo dios, tuvo un comportamiento con los hijos de los hombres que le hace digno del mayor respeto. Y por mí, que tengo tanto derecho a opinar como otro cualquiera de los hijos de los hombres, se le debería nombrar Dios. Naturalmente, él no lo aceptaría; es más, le resultaría ofensivo.
  • Quinta: En el universo no estamos solos. Hace más de tres mil años fuimos visitados por inteligencias extraterrestres. Y, posiblemente,  aquella no fuese la primera vez.
  • Sexta: Los visitantes expedicionarios convivieron, estudiaron y protegieron a los hijos de los hombres durante casi dos años. Después, en el momento de reiniciar su viaje, nos entregaron un documento en piedra y un receptor de radio. El documento en piedra es el Testimonio de Yavé; el receptor de radio es el Ángel de Yavé.
  • Séptima: Aquel receptor de radio -el ángel, el mensajero, la voz de Yavé-, tenía sus componentes en el 'absurdo' mobiliario del Tabernáculo. Ese mobiliario, esos módulos de la  radio son: el arca, el propiciatorio, el candelabro, la mesa, los dos altares con sus cuernos, y, sobre todo, en el efod y el pectoral. Cada uno de esos "utensilios" fue diseñado por Yavé para que cumpliese una misión muy concreta como componente de un transmisor-receptor de radio.                                                         
Y ahora, si entiende que estos temas pueden interesarle, siga adelante.  Pero antes, por favor,  lea la breve ADVERTENCIA del Prólogo.



martes, 30 de noviembre de 2010

Capítulo I - Los Hebreos


Este trabajo, como cualquier otro estudio sobre crónicas de unos sucesos muy antiguos y muy manipulados, tiene casi como único propósito, poner de manifiesto las más elementales diferencias existentes entre estas tres posibilidades:
La auténtica verdad
La fervorosa mentira
El piadoso error.

Tendremos que admitir que un proyecto así, encerrará alguna dificultad;. Sin embargo, con un poco de sensatez, y adoptando LA REGLA DE ORO reseñada en la Introducción a la Primera Parte, en un buen número de ocasiones no resultará excesivamente difícil descubrir esa auténtica verdad que se encuentra, sino oculta, al menos extraviada o traspapelada entre una nutrida recopilación de fervorosas e interesadas falsedades y disparatadas interpretaciones erróneas. Falsedades y disparates, que algunos ávidos sacerdotes levitas fueron acumulando con gran paciencia y con fanático tesón durante muchos siglos, y que, siglos después, otros codiciosos sacerdotes de un  dios  parecido, pero de distinta religión, mantuvieron con primor, e incluso fueron incrementando con la mayor devoción.

Con esta declarada intención, y para que desde el inicio podamos identificar lo que tiene evidente importancia y así poder diferenciarlo de aquello otro que resulta accesorio, como en una producción cinematográfica, a manera de títulos de crédito, debo hacer una presentación:
El libro del Éxodo solamente tiene tres protagonistas: Yavé, Moisés y el pueblo de Israel. Los demás integrantes del excepcional reparto, Arón, Josué, Jetró, Séfora, Miriam y hasta el poderoso faraón, son únicamente actores secundarios. Por supuesto, el resto de los participantes, Hur, Besalel, Oliab, los cuatro sacerdotes hijos de Arón, la princesa egipcia y las 'hipocráticas' parteras, son simples figurantes o comparsas, e incluso algunos no son más que discretos y anónimos “malditos”.
Una vez efectuado este esclarecedor enunciado, creo que no debo demorar una inevitable puntualización:
Si no he mencionado a los ángeles, y más en concreto al Ángel de Yavé, ha sido porque, a casi todos los efectos, los identifico con el mismísimo Yavé.


En este primer capítulo, y por realizar un intento para comprender a un pueblo, que en representación de todos los hombres del mundo, fue guiado y protegido por un “dios”, vamos a tratar de conocer de una manera muy resumida a uno de esos tres protagonistas. Después, en el segundo, nos encontraremos e intentaremos comprender a un ser excepcional; a un hombre a quien nunca podremos agradecer suficientemente su aportación, y que fue el transmisor del mensaje de Yavé. Y, aunque estará muy presente en todo momento, dejaremos para el último episodio a Yavé, la auténtica y decisiva figura de estos extraños y asombrosos sucesos.

Como muy pronto advertirá el lector, este ensayo no es, ni pretende ser, un estudio del pueblo hebreo. Basándome únicamente en los textos bíblicos, he intentado realizar una breve reseña de esa interesante raza, para de esta manera poder conocer algo de su auténtica realidad en el momento en que Yavé les recoge en Egipto.

Si exceptuamos las culturales, no existen diferencias entre los moradores de nuestro mundo. Amor y odio, miedo y valor, bondad y maldad..., nos hacen a todos tranquilizadoramente iguales. Pero, aunque podían haber sido otros, fueron los hebreos los elegidos. Tal vez su único merito fue que 'pasaban por allí'; no obstante, como se expondrá después, yo entiendo que fueron seleccionados por tres diferentes y circunstanciales motivos.

Pero sea como fuere, deberemos reconocer que el pueblo de Israel resultó ser un dignísimo representante de los hijos de los hombres ante aquellos extraños y asombrosos visitantes. Las gentes de ese pueblo, sin duda alguna, sufrieron las amarguras de los elegidos y no se les evitó el dolor, el miedo, el hambre, la sed, las enfermedades y la muerte violenta. Sin embargo, todo ello les fue compensado con creces, al gozar del innegable y legítimo orgullo de haber representado con honor a todos los hijos de los hombres, y haber obtenido para nosotros el respeto de los habitantes del resto del cosmos.

Con esto que antecede, he pretendido mostrarles mi respeto y mi agradecimiento. Y al mismo tiempo confío que se haya entendido, que las críticas que contiene este trabajo no están dirigidas contra ese pueblo de sacerdotes, sino que está destinadas a determinados grupos de sacerdotes de un pueblo de sacerdotes.

Si después de estas palabras, alguien no lo entiende, y pretende atribuir o percibir mala intención en mis comentarios sobre el pueblo judío, le recomiendo un tratamiento hidroterápico al ajo.

Pero además de esta expresión de respeto, con este exiguo y difuminado esbozo de la estirpe de los hijos de Israel, que casi he limitado a su permanencia en el Sinaí, se pretende un segundo propósito: al finalizar el presente capítulo, en unas breves líneas, intentaré dar mi explicación sobre las tres decisivas características, por las cuales aquellas tribus de pastores hebreos se convirtieron en el pueblo elegido.



Si bien es cierto que este trabajo se concreta en una mera interpretación del segundo libro del Pentateuco, sucede que, para una mejor comprensión del Éxodo, debemos, inexcusablemente, adentrarnos unas páginas, únicamente unas pocas páginas, en esa colección de hermosas fábulas, curiosas invenciones y fantásticas historietas que se conoce como Génesis. Y esto, al mismo tiempo que me impone una casi excepción, puesto que después apenas me referiré a ese primer libro del Pentateuco, me facilita la siguiente puntualización: la crónica, que sobre la historia del pueblo hebreo yo reflejo aquí, como acabo de afirmar, no tiene otra base ni otro fundamento que las Escrituras; eso sí, unas Escrituras interpretadas con bastante libertad, con alguna sensatez, con un poco de sentido común y, por supuesto, desestimando intervenciones más o menos milagrosas.

Porque, hablando de milagros, ahora, desde el principio, esto debe quedar muy claro:
Aquí, en este trabajo que tiene ante usted, encontrará cosas extrañas, sorprendentes, y por supuesto disfrutará de unos sucesos recogidos en el Pentateuco, que además de verdaderos, son realmente maravillosos; sin embargo, por mucho que busque y se afane, no hallará ningún milagro; ni siquiera un milagro pequeñito. Y esto, refiriéndonos a una interpretación de la Biblia, puede resultar incluso llamativo.

Y ahora comenzaré reconociendo lo que yo entiendo como una verdad incuestionable:
Una pequeña parte de estos arcaicos relatos del primer libro de la Biblia, tiene algún fundamento real. Sin embargo, las reseñas están tan mal hechas, los episodios están tan mal relatados, los sucesos se presentan tan distorsionados, y sobre todo, el conjunto del libro ha sido tan pésimamente interpretado, que incluso amparándonos bajo la sabiduría del Ser Eterno, resultan muy difíciles todos los intentos por lograr una correcta explicación. No obstante, admitiendo que la esencia de la verdad subyace en algunos de los relatos, también debo señalar que la inmensa mayoría de las narraciones del Génesis, tal y como ya he insinuado sutilmente, no son otra cosa sino mitos, cuentos y leyendas; eso sí, muy entretenidas.

Y este es el momento de efectuar un llamamiento a quien desee rebatir estas descreídas reflexiones:
Aquel que tenga pruebas que evidencien la falsedad de mis afirmaciones; aquel que esté en posesión de argumentos irrefutables sobre la autenticidad de todos los relatos del Génesis,  ”que lo diga ahora o calle para siempre”.

En su versión Génesis, éste era el pueblo de Israel.



Según el libro del Génesis, capítulo 11, versículos 31 y 32, hace mucho tiempo ––alrededor de cuatro mil años––, de la ciudad de Ur, en Caldea, país que nunca ha sido difícil de localizar, pero que en el arranque del siglo XXI es sumamente fácil de identificar; región que está regada por los renombrados ríos Eufrates y Tigris, salió un hombre muy rico y poderoso, que además de un más que respetable capital en oro y plata, disponía de una gran cantidad y diversidad de ganados. Aquel hombre llamado Teraj, tomó el camino del noroeste y llegó a la ciudad de Jarán, a unos mil kilómetros de su punto de partida. A Teraj acompañaban, además de un buen número de pastores y siervos ––trescientos dieciocho––, su hijo Abraham, que todavía se llamaba Abram, su nuera Sara y su nieto Lot.

No se sabe bien —bueno, en realidad no se sabe ni bien ni mal—, cuál fue el motivo por el cual Teraj abandonó Ur, pero siendo aquellas gentes pastores nómadas, nada tiene de extraño que decidieran trasladarse de un lugar a otro. Sin embargo, en esta ocasión, el desplazamiento migratorio tenía más de expatriación o extrañamiento que de movimiento periódico y habitual de una tribu nómada; de hecho, jamás regresaron voluntariamente, y ni tan siquiera aparece reflejada la menor intención de volver a Caldea. Y digo que no regresaron voluntariamente, porque su retorno durante la deportación a Babilonia fue bastante a la fuerza. Por estas razones podemos entender que aquel viaje de Teraj, Abraham, Sara y Lot, fue el primer éxodo de los hebreos.

El Génesis, en su capítulo 11, versículo 32, nos cuenta que en esa ciudad de Jarán, y con doscientos cinco años de edad, murió Teraj. Sin embargo, y según consta en los versículos del uno al cinco de Génesis doce, bastante tiempo antes de su muerte, y siendo Teraj todavía un joven-anciano que contaba sólo con ciento cuarenta y cinco años, faltándole por lo tanto toda una vida de sesenta años hasta su muerte, el dios que tenían por allí en aquel momento había ordenado a Abraham que se despidiese de su padre, y que, abandonando aquellas tierras de Jarán, se adentrase en Canán. Así lo hizo Abraham que, acompañado de su bella esposa Sara y de su sobrino Lot, y dejando al abuelo Teraj en Jarán, engendrando hijos e hijas, llegó hasta Siquem, ciudad situada a occidente del Jordán, a unos cincuenta kilómetros al norte de lo que después sería Jerusalén.

Aquí haré una nueva precisión que, como se verá en su momento, no carece de importancia: Aquella promesa de una gran descendencia y de unos territorios ribereños del Jordán, realizada a Abraham por aquel Dios que se presentó en una hornilla humeante, quedó emplazada para después de transcurridos cuatrocientos años. (Gén. 15, 13-17). Recordemos esto, y de momento, lo dejamos aquí.

Resulta necesario tener muy en cuenta que, en oposición a lo que se pueda pensar sobre el viaje y migración de un pastor, y tal y como consta en Gén. 14, 14, Abraham no se encontraba solo ni mucho menos, sino que viajaba acompañado por un considerable número de pastores asalariados, siervos, hombres, mujeres y niños, y que una buena parte de ellos constituía una especie de guardia personal o ejército privado, algo que resultaba indispensable para un hombre poderoso y rico, que en aquellos turbulentos tiempos se desplazaba por aquellos peligrosos parajes.  Yo no sé si serían esos trescientos dieciocho asalariados que se citan en el versículo antes reseñado, pero sí que sería un buen montón de hombres armados. En realidad, y para hablar con propiedad, debemos referirnos a toda esa gente como a una compacta tribu.

Como es fácil de imaginar y, además, así consta en distintos capítulos del Génesis, la vida no resultaba nada fácil. Claro, que si lo pensamos bien, ¿cuándo ha sido fácil la vida del hombre? Casi a diario se veían obligados a disputar a otros pastores unos raquíticos hierbajos con los que alimentar a sus rebaños; en ocasiones, la lucha a muerte era contra reyezuelos de diminutos poblados. Siempre padeciendo endémicas enfermedades que diezmaban el ganado; soportando unas pavorosas sequías que obligaban a recorrer enormes distancias para saciar la sed de aquellas famélicas vacas, ovejas y cabras; con insistente reiteración, padeciendo las consecuencias de los terribles vientos simulan que, arrasando la tierra, ahogaban las míseras briznas de hierba; y por supuesto, con una periodicidad y reiteración excesivamente insistentes, sometidos durante largos periodos a la cruel tiranía del hambre.

En una de estas ocasiones en las que el periodo de hambre se prolongaba por más tiempo de lo acostumbrado, encontramos la clave concreta para entender una nueva emigración o éxodo de la familia de Abraham. En su día habían salido de Caldea internándose en los territorios del noroeste de Mesopotamia; después habían salido de allí y se habían adentrado en Canán; ahora, con la lícita y comprensible pretensión de soplar una cuchara de vez en cuando, abandonaban la peregrinación por los territorios comprendidos entre el mar grande de occidente (Mediterráneo) y el río Jordán, y penetraban en un nuevo país: Egipto.

Las tribus nómadas, y entre ellas la de los hebreos, sabían que en ocasiones, cuando las circunstancias se tornaban tan adversas que resultaban insoportables, y aprovechando que en Egipto se consentía su entrada, siempre y cuando la tribu no fuese muy numerosa, no tenían otra opción que refugiarse en lo que identificaban como el país de la Tierra Negra. No obstante, los nómadas, sólo se internaban en los territorios del río Nilo si no encontraban otra solución, puesto que aquella elección, como se detallará después, era una alternativa casi desesperada. Abraham debió considerar que la situación era angustiosa, y condujo a su gente al país del gran río. Esa fue la primera vez que la tribu hebrea pisó tierra egipcia (Gén. 12, 9).

No se sabe, o al menos yo no lo sé, cuanto tiempo estuvieron Abraham, Sara y Lot en Egipto, pero lo que sí se conoce, porque así quedó registrado en Gén. 12, 19-20, es que fueron expulsados por el Faraón.

Este último suceso me da oportunidad para hacer una breve reflexión sobre los cuatro éxodos de los que, hasta ese momento en que Abraham abandona Egipto, hemos sido testigos: Teraj se va de Ur; Abraham abandona Jarán y marcha a Canán; Abraham abandona Canán y se traslada a Egipto; Abraham sale de Egipto y regresa nuevamente a los territorios ribereños del Jordán. Sin la menor duda, aquellas gentes eran nómadas, pero además eran muy inquietos.

Existen varias interesantes teorías que pretenden argumentar la obligatoriedad de esos “movimientos migratorios” en base a una supuesta diferencia de la personalidad de los hebreos, así como en los sentimientos que inspiran entre otros pueblos. Yo conozco algunas de ellas y no las comparto en absoluto. Sin embargo, no dejo de reconocer, que un pueblo que tiene la certidumbre y la más absoluta convicción de haber sido elegido por un “dios” ––algo que por otra parte y como veremos más adelante, con algunos matices, es bastante cierto––, tiene por fuerza que sentirse distinto de los demás. Pero esa diferencia no puede, de ninguna manera, dar justificación a ese odio irracional del que frecuentemente son objeto, y que originó a mediados del pasado siglo XX varios millones de los más atroces asesinatos. Pero además, si lo meditásemos unos segundos, tendríamos que admitir que la humanidad debe a los judíos bastante más de lo que está dispuesta a reconocer. Claro que, por otra parte, los judíos también tendrían que conceder que ya son demasiados éxodos forzados, y que, aunque sólo fuese para evitar tanta polémica, un buen equipo de asesores de imagen les hubiera venido de maravilla.



Continuando nuestra narración, que iniciamos con la declarada intención de conocer un poco más a ese interesantísimo pueblo, y reconociendo que todavía faltan siglos para llegar al momento cumbre de la historia de los hebreos, ocasión en la que se produjeron los fascinantes sucesos que de siempre han llamado la atención de media humanidad y que son el objeto de este trabajo, ahora debemos intentar conocer cual era la causa de su estancia en Egipto en ese momento, en el que según las Escrituras, aquel invisible Dios, se presentó de nuevo ante ellos para cumplir las promesas hechas a los patriarcas, y llevar a los hijos de Israel a los territorios limitados por el Jordán y el Mediterráneo.

Murió Abraham y murió su hijo Isaac. Estamos en los tiempos de Jacob, que había heredado de Isaac, su padre, y de Abraham, su abuelo, una notable amistad con su Dios, el cual, en el momento de cambiarle el nombre de Jacob por el de Israel —algo muy acertado, si tal y como se supone, el nombre de Jacob procede del hebreo AGAB que significa engañar— digo, que su Dios le había otorgado, junto con la más solemne bendición, la firme promesa de una inmensa descendencia y la concesión de una tierra que manaba leche y miel; productos, que al parecer, siendo menos necesarios que el agua y el pan, gozaban, incomprensiblemente, de más tirón que el vino y el aceite.

Ya era muy anciano Jacob-Israel, cuando de nuevo el hambre atacó con severidad al pueblo hebreo. El venerable patriarca, al igual que había hecho su abuelo, no viendo otra opción, decidió “bajar” nuevamente a Egipto. Sin embargo, debido a su avanzada edad, y posiblemente, recordando que su abuelo había sido expulsado por el faraón, en principio, él mismo no se traslada personalmente al país del gran río, sino que envía a sus hijos a comprar provisiones.

Pero los proyectos del patriarca se complicaron un poco.

Unos quince años antes de esta expedición en busca de suministros, se había producido entre aquellas gentes, que no tenían una catadura moral demasiado ejemplar, un suceso que hasta a ellos mismos avergonzaba. Los hijos de Jacob habían vendido como esclavo a su propio hermano. Y lo peor del asunto, es que lo vendieron usando la opción caritativa, humanitaria y casi tierna, y de esta forma evitar la otra alternativa que se barajaba con respecto al joven José, y que era, ni más ni menos, la de asesinarle. Su Dios, el destino, o quien fuese que pasase por allí en aquel momento, decidió que el muchacho, que por aquel entonces sólo contaba diecisiete años, salvase la vida.

Pasaron los años, y como todos sabemos, la vida da muchas vueltas; resultó, que cuando llegaron las hambres y los pastores hebreos se presentaron en Egipto en busca del necesario abastecimiento, se encontraron con que aquel hermano vendido como siervo había prosperado enormemente y se había convertido en primer ministro, hombre de confianza y amigo del Faraón. Este bonito cuento, que por supuesto es de sobra conocido, se puede y se debe leer en el libro del Génesis, capítulos treinta y siete a cincuenta. No obstante, y a pesar de su innegable atractivo, tampoco es la finalidad de este trabajo.



De todas formas conviene tener muy en cuenta, a los efectos de intentar comprender la etiología del Éxodo, que entre José y aquel faraón ––posiblemente Amenofis III––, y posteriormente con su hijo y sucesor, nació una gran amistad; y que el patriarca hebreo, con su religión monoteísta, influyó de una manera muy acusada en el idólatra rey de Egipto. Esta influencia, y algunos otros sucesos extraordinarios que acontecieron por aquellos días, tuvo sus posteriores consecuencias durante el reinado de Amenofis IV ––el místico Akhenatón––, en la poco conocida época del El-Amarna, y determinó, como furibunda reacción, que unos años más tarde los sacerdotes de Amón consiguieran expulsar de Egipto a los monoteístas hijos de Israel.

Por supuesto, que todos estos relatos del Génesis, de la misma manera que mis propias interpretaciones al respecto, deberán ser tomados con mucha, pero con mucha, reserva.

Y puesto que acabo de referirme a la influencia del monoteísmo hebreo en aquel rey de Egipto, creo que es éste el momento adecuado para dejar constancia de una realidad, que aunque nadie discute, tampoco nadie resalta suficientemente:

Moisés, Arón, Josué y todo el pueblo que les acompañó en el Éxodo, eran egipcios.

Todos aquellos hebreos, sus padres, sus abuelos y antepasados en más de doscientos años, ––cuatrocientos treinta, si aceptamos la versión bíblica en Éx. 12, 40––, habían nacido en Egipto. Es importante reconocer esta evidente realidad, si en verdad deseamos llegar a una correcta exégesis de los sucesos del Sinaí. Así pues, recordemos que aquellas gentes eran egipcias, y que, con todas las matizaciones y con todas las puntualizaciones que se quieran efectuar, la cultura del país del Nilo había influido fuertemente en sus costumbres, y por supuesto, en sus conocimientos y técnicas. Y esto, como se podrá apreciar en su momento cuando tratemos sobre los capítulos olvidados, es muy importante.

Y aquí doy por finalizada la pequeña incursión en el libro del Génesis. A partir de este momento nos adentramos en el documento más fascinante y asombroso de todos los tiempos: El libro del Éxodo. Repito: el más asombrosos y fascinante relato.



Según el primer capítulo del Éxodo, después de aquella expulsión de Abraham, los hijos de Israel han entrado otra vez en Egipto, pero en esta ocasión como familia del jefe. Y, ¿que les voy a contar a los lectores? ¿Alguien imagina cuál puede ser el comportamiento de unos inmigrantes que al llegar al país de acogida se encuentran que el mandamás, baranda y boss de esa poderosa nación resulta ser de la familia? Naturalmente, y como por otra parte hubiera hecho casi todo el mundo, los hebreos se aprovecharon de ello y, en definitiva, su estancia en Egipto en unas condiciones de acogimiento bastante favorables para ellos, se prolongó año tras año.

Pero, para bien o para mal, antes o después, todo se acaba; y de igual manera que había muerto su bisabuelo Abraham, su abuelo Isaac y su padre Jacob, José, el amigo del faraón, fue a reunirse con sus antepasados. También murieron sus hermanos y murió toda aquella generación y varias más. Y por supuesto, murieron los faraones amigos de José, y con ellos se acabó la acogedora protección que estaban recibiendo los hijos de Israel. Así consta en Éx. 1, 8: Alzóse en Egipto un rey nuevo, que no sabía de José.

Desde el faraón Amenofis III, que reinó entre 1413 y 1377 antes de la Era Común, y que pudiera ser el faraón dueño del trono cuando Israel llega a Egipto ––momento en que José es nombrado visir del reino––, hasta Ramsés II o Merneptah, que eran los faraones entre los años 1300 y 1220, cuando, también posiblemente, se inicia el Éxodo, han transcurrido casi doscientos años. Sin embargo, en Éx. 12, 40 consta otra apreciación de ese mismo tiempo: La estancia de los hijos de Israel en Egipto duró cuatrocientos treinta años. Como se puede apreciar, existe una “pequeña” diferencia de unos doscientos años. Claro que estas discrepancias cronológicas nunca han supuesto el menor inconveniente para los elásticos y acomodaticios levitas. En este caso solucionaron la contradicción modificando el momento de iniciar la cuenta de esos cuatrocientos treinta años. Para ellos, para los flexibles levitas, para los auténticos inventores de la teoría del Punto Gordo, un hombre tiene veinte o treinta años, dependiendo de la decisión que adoptemos: podemos empezar a contar sus días desde el momento en que el hombre nació, y en ese caso, el hombre cuenta veinte años; pero también podemos comenzar la contabilidad desde aquel feliz día en el que sus padres, siendo todavía unos niños, se conocieron gracias al designio divino; en este otro caso, el hombre ya tiene treinta años. Este es un típico ejemplo de lo que ocurre en la Biblia, y que hace que algunos relatos sean tan sospechosos como un puzzle encajado a martillazos. Pero no olvidemos, o mejor dicho, tengamos muy en cuenta, algo que también es muy cierto: en esa parte de la Biblia que es el Pentateuco, a pesar de sus enormes errores y evidentes añadidos, existen grandes verdades que no deben presentar ni la menor duda en cuanto a su autenticidad. Y me estoy refiriendo a unos relatos que pueden parecer fantásticos pero, que no obstante, resultan rigurosamente ciertos; sin embargo, y como ya he dicho, también es indiscutible que durante centenares de años algunas partes fueron añadidas, otras suprimidas y muchas alteradas. Nadie puede pretender, ni siquiera imaginar, que una obra que no estaba escrita, sino que se transmitía oralmente, y de la cual, los hombres eran depositarios y responsables, pudiese permanecer inalterable en el transcurso de los siglos.

Abundando en las sospechosas verdades de las Biblia, es muy significativo lo que afirma Flavio Josefo (Contra Apión) cuando refiriéndose a la rigurosa verdad de los anales de su historia, dice: “Únicamente los profetas han consignado por escrito con toda claridad, bien los hechos del pasado y ya antiguos que habían conocido por inspiración divina...”
Entendamos el asunto y admiremos el rigor científico: Escriben por inspiración divina. En lo que se refiere a la claridad de los escritos, remito al lector a Éx. 4, 24-26 y a Éx. 33, 18-23.

Así pues, cuando afirmo que los textos contienen demasiadas mentiras, sugiero que nadie se rasgue las vestiduras; y que si lo hacen, al menos, y por pudor, lo ejecuten en el aislamiento y soledad de sus clausuras. Debemos tener en consideración que el Pentateuco, y por supuesto, el resto de la Biblia, no son libros de historia, sino que son unos libros que relatan algunas historias, y que por supuesto, también cuentan muchas historietas de inspiración divina.

El mentir de las estrellas
es muy seguro mentir,
porque ninguno ha de ir
a preguntárselo a ellas. 
(Quevedo)



En ese tiempo, durante esos doscientos o cuatrocientos años, aquellas setenta almas descendientes de Jacob, y que durante su patriarcado habían bajado desde la tierra de Canán hasta Egipto, se habían multiplicado enormemente, y según dice el faraón en Éx. 1, 9: Los hijos de Israel forman un pueblo más numeroso que nosotros. Al parecer se había convertido en un pueblo muy considerable en número dentro de otra nación. Sin embargo, en evidente discrepancia con esa afirmación, Moisés, en Dt.7, 7, dice refiriéndose al pueblo hebreo: sois el más pequeño de todos. Así pues, aquel pueblo era al mismo tiempo, el más numeroso y el más pequeño. Sencillo y fácil de entender. Quizás se quiso decir:
Que eran pocos, pero que cundían mucho.

Sin embargo, esa no es la solución a esta evidente contradicción. Y no es esa la respuesta, si tenemos en cuenta que a los sacerdotes-gobernantes hebreos les interesaba muy mucho dejar constancia de la fuerza de su pueblo. Y en aquellos tiempos la fortaleza de un ejército no radicaba en la posesión de armas estratégicas, sino en una imponente cantidad de hombres aptos para la lucha. En mi opinión, aquel pueblo hebreo era más bien pequeño que grande. Pero fuese como fuese, grande o pequeño, de lo que tengo una absoluta seguridad es que, según palabras del faraón, algunos enemigos ya se había agenciado; y que para aquellos egipcios, para los Sinuhé de toda la vida, aquellos descendientes de emigrantes resultarían un completo incordio. Hoy lo denominaríamos como un grupo étnico que goza de unas peculiaridades y unas costumbres ancestrales que le hacen distinto, pero que no obstante, es merecedor de todo nuestro respeto.
Entonces no eran tan respetuosos.



En Egipto, como ya he dicho, las tribus de pastores nómadas, además de estar al resguardo de sus enemigos naturales ––que solían ser los habitantes de todas las comarcas por las que peregrinaba––, no se veían continuamente azuzados por la amenaza del hambre; y por otra parte, se podía asegurar sin faltar a la verdad, que tenían casi asignadas unas tierras en la región de Gosen; un territorio que al parecer era muy apto para el pastoreo.

Pero esta bucólica y casi idílica dulzura la amargaban los egipcios que, al parecer se lo hacían pagar con creces. Ciertamente los hebreos no pasaban hambre y comían casi todos los días, pero en el menú que les ofrecían, los egipcios ponían en su mesa un primer plato de absoluto desprecio y un segundo aderezado con las mayores ofensas, y todo ello, naturalmente, acompañado con una guarnición de humillaciones. Además, y como postre, los hijos de Amón, imponían a los hebreos unos tributos y unas tasas que resultaban casi insoportables; sobre todo, para unos pueblos nómadas muy poco acostumbrados a pagar impuestos.

Estos pastores, cuando no podían atender los pagos con dinero, y antes de desprenderse de sus diminutos rebaños, se veían obligados a realizar labores ajenas a las que tenían por costumbre. Por esta razón, unos trabajaban en las canteras, otros en el arrastre de piedras y un buen número como barreros recogiendo en las cercanías del Nilo los barros y pajas necesarios para los alfares en los que se fabricaban los ladrillos de adobe.

No se sabe con certeza cual era la causa de ese odio que los egipcios sentían por los forasteros, pero tampoco se conoce con precisión el origen del odio y del racismo que siempre ha proliferado por el mundo. En el caso de los nómadas y los egipcios se apuntan varios y distintos motivos que pueden tener mayor o menor fundamento. Pero lo cierto es, que los egipcios, eminentemente agrícolas, no sentían demasiada simpatía por aquellos pastores de extrañas costumbres y de un solo e invisible Dios.

Así están las cosas, cuando aquel faraón, muy presionado por los sacerdotes de Amón, medita, tal vez con fundamento, sobre el problema que supone para Egipto la estancia entre ellos del pueblo hebreo y de otras minorías raciales. Y el faraón, en su reflexión de Éx. 1, 9, se dice: He aquí un pueblo muy fuerte y numeroso que posiblemente suponga un peligro para nosotros en caso de ser invadidos, puesto que pueden tomar partido por el enemigo. El monarca egipcio, que al parecer no era tonto del todo, cavila de esta manera: no serán muchos, pero algunos sí que son; y malo es que desde el exterior te acose el enemigo, pero tenerlo en casa es todavía peor.

Esta reflexión del faraón nos está diciendo con toda claridad, que los egipcios no estaban excesivamente felices con la presencia de los hebreos y que, por lo tanto, no parece muy coherente la postura que en el Pentateuco se atribuye al faraón impidiendo la salida de los hijos de Israel.

Pero sea de una manera o sea de otra, al menos debemos de reconocer, sin que ello conceda la razón al rey de Egipto, que de la misma forma que en la ocasión anterior en tiempos de Abraham, esta vez los hijos de Israel tampoco debían estar plenamente integrados en la sociedad egipcia. Y se podría afirmar, sin faltar demasiado a la verdad, que las relaciones entre Egipto e Israel eran ambivalentes: unas veces se odiaban y otras sólo se aborrecían.

Y esto sucedía a pesar de que los hebreos, en los primeros tiempos, habían sido tratados con toda consideración en atención a sus amistades y relaciones en la Corte. No obstante, ellos siempre se habían considerado de paso en aquél país al que, por supuesto, no sentían como suyo. Se producía un fenómeno que sucede con mucha frecuencia entre los emigrantes: los hebreos estaban idealizando sus tierras de procedencia, los lugares de peregrinaje de sus padres.

Aunque existían excepciones, según se aprecia en Lev. 24, 10, es probable, por no decir seguro, que los matrimonios hebreos se celebraban dentro de ese mismo pueblo, y con preferencia dentro de los miembros de la misma tribu. La demostración la encontramos en la endogámica ley de levirato reflejada en Gén. 38, y en el pretendido Código de la Alianza, especialmente en Éx. 34, 15 y 16. Por otra parte, dentro de lo posible, y evitando la confrontación directa con las leyes egipcias, aquellos pastores mantenían sus tradiciones, sus alimentos y su forma de vestir; procuraban vivir cerca los unos de los otros, rehusando en lo posible, el trato con los demás. En pocas palabras: conservaban y defendían su diferencia cultural.

Por supuesto, al no ser propietarios de tierras ni disfrutar de una especial amistad con los sacerdotes de Amón, que eran junto con el faraón los dueños de las mayores extensiones de terrenos de cultivo, los hebreos no participaban con intensidad de las tareas agrícolas; y eso también era muy poco apreciado por un pueblo que vivía del trabajo del campo. Un sector significativo de los hijos de Israel, siguiendo el ejemplo del abuelo José, estaba constituido por funcionarios del gobierno, escribas, administradores y artesanos; pero la inmensa mayoría seguía dedicándose al pastoreo, y esa actividad tampoco era muy bien vista entre los egipcios, y como todos sabemos, siempre y en todos los lugares han existido grandes conflictos entre agricultores y ganaderos; si alguien lo duda sólo debe que consultar los archivos de la Mesta.

En pocas palabras, los hebreos eran diferentes, se consideraban diferentes, y además hacían notoria demostración de sus diferencias. Y ya se sabe que a los hombres en general, lo raro, lo extraño, lo diferente, nos inquieta. Y de cualquier manera, para los egipcios, aquellas exóticas tribus de pastores tan escasamente integrados que vivían dentro del país, suponía un problema que tenía una notable importancia. Pero, sea como fuere, no tendremos más remedio que reconocer, que ese interesante pueblo hebreo hacía una ostensible demostración de esa rara habilidad que posee para evitar hacer amigos.

Además, a estas peculiaridades, se debe añadir una circunstancia que influía en su potencial peligrosidad: la mayoría del pueblo hebreo estaba localizado y concentrado en una misma comarca, la región de Gosen. Y resulta, que ya entonces sabían que un pueblo conflictivo, si no está diseminado, y por el contrario permanece agrupado en una región determinada, puede resultar todavía más... ¿problemático?

A todo esto, y como circunstancia más decisiva, encontramos el asunto de las distintas y opuestas religiones. Los estamentos sacerdotales egipcios sentían verdadera intranquilidad por la extraña religión monoteísta de los hebreos y su invisible dios. Estaba todavía muy reciente en su memoria la experiencia con un dios único emprendida por el faraón Akhenatón, y aquellos tristes recuerdos no eran muy agradables para “los traficantes de dioses”, también conocidos como sacerdotes, que cuando fueron obligados a cerrar algunos templos y a retirar de otros una respetable cantidad de piadosas divinidades, comprendieron que podían terminar en el paro. Yo, por supuesto, no tengo ni la menor duda que los sacerdotes de Amón, que no obtenían beneficio alguno del dios de los hebreos, fueron los verdaderos instigadores del odio de los egipcios contra los hijos de Israel. Con lo cual, ésta no deja de ser una demostración más de la ostentosa incapacidad de los dioses para unir y reconciliar a los hombres. Claro, que si de lo que se trata es de la recurrente y manoseada intención divina de poner a prueba a los humanos, entonces el asunto cambia. En aquellos tiempos, igualito que ahora, para poner a prueba a los hombres, los dioses se apañaban de maravilla. Y para que hablar de su divina generosidad cuando acogen a los hombres en el paraíso; lástima esa luctuosa y fúnebre última cláusula de obligado cumplimiento.



Pero, sea de la manera que fuere, la situación en Egipto llegó a un punto crítico, y tal y como nos cuenta el LIBRO, el faraón decide poner en marcha una iniciativa muy discutible.

Según consta en Éxodo 1, 11-14, el escriba, copista o redactor responsable, afirma que el faraón les amargaba la vida, les oprimía y les esclavizaba. A continuación, en los versículos del 15 al 22, se enfrasca en la narración de unas leyendas populares, y relata, hasta con nombres, el cuento de las competente y incorruptibles parteras, donde, al parecer, el faraón y su gobierno se dedican a ordenar a las comadronas que maten a los hijos de los hebreos. Los cronistas sagrados no se detienen en reparar, que en el más excepcional de los casos, una partera podría matar a cuatro o cinco recién nacidos, pero que si lo intentaba con el sexto, no se escapaba viva aunque se cobijara bajo el trono del mismísimo faraón. Además, en aquella sociedad, la parturienta, cuando recibía ayuda para el trance, que no era siempre ni mucho menos, se la facilitaba su pareja de hecho, su compañero sentimental, su madre, sus hermanas, sus vecinas, e incluso sus otros hijos, pero en muy escasas ocasiones era atendida por una partera. Este tipo de leyendas urbanas se repite en otros muchos escenarios, y además de estar basadas en la espantosa mortandad infantil, como otras muchas fábulas tiene su origen en algún suceso real, que con frecuencia, tiene su fundamento en la existencia de parteras muy poco hábiles, escasamente asépticas, y que en ocasiones se presentaban a prestar su servicio en acusado estado de embriaguez. Sea por la causa que fuere, aquellas comadronas, cumpliendo fielmente el "juramento hipocrático" no atendieron a las indicaciones del rey, y como resultado, las hebreas continuaron pariendo hermosos retoños.

Insistiendo en su perversa iniciativa, y viendo que el proyecto parteras no ha surtido el efecto deseado, el faraón adopta una vía aun más directa. “Mandó pues el faraón a todo su pueblo que fueran arrojados al río cuantos niños nacieran a los hebreos, preservando sólo a las niñas”. (Éx. 1, 21)

Esta nueva y criminal iniciativa del faraón, aunque parezca extraño, podría estar más ajustada a la realidad. Aquellas gentes vivían en una cultura muy tosca y primitiva, y es muy probable, que apoyado por el odio, que sin la menor duda sentían los egipcios por sus "intrusos" vecinos, un tirano promulgase leyes de ese estilo o muy semejantes. Pero también pudo ocurrir, y lo digo haciendo notar la existencia de Arón, que tal vez la pretensión del faraón fuese la de limitar el número de hijos varones entre los hebreos: hijas, todas las que deseéis, pero varones, sólo uno por familia.

Aquí conviene hacer otra puntualización.

Yo estoy seguro que ninguno de los lectores de este trabajo defendería con absoluta convicción, la teoría de que jamás en la historia de la humanidad han existido gobernantes que hayan pretendido imponer un control de la natalidad. Con mucha frecuencia, los poderes públicos más o menos despóticos y tiránicos, han tenido esa misma ocurrencia; en nuestro más reciente pasado disponemos de amarillentos ejemplos. Entonces, en aquel Egipto del Imperio Nuevo, también había sucedido unos años antes, cuando el demófilo faraón Akhenatón, tratando de mejorar el nivel de vida y para aumentar la renta per cápita de sus súbditos, intentó esa maniobra restrictiva, pretendiendo limitar una actividad procreadora que entretenía mucho tanto a los hombres como a las mujeres, y que gozaba de un gran arraigo entre el pueblo. En apariencia con sus mejores propósitos, intentó organizar los más deliciosos momentos de su amado pueblo. Y, si esa iniciativa, en aquellos tiempos tan cercanos al Éxodo, había sido propuesta para los naturales del país, nadie podrá dudar que ese mismo proyecto se intentó poner en práctica con las etnias foráneas que pudiesen resultar conflictivas.



Sea como fuere, las cosas no se presentan demasiado atractivas para los hijos de Israel, que no obstante, se resisten a salir de Egipto. Y por resultar ciertamente importante para la tesis de este trabajo, ahora deseo efectuar una nueva precisión:

En contra de lo que afirman las Escrituras, los hebreos, o al menos una parte muy considerable de ellos, no abandonaron voluntariamente Egipto. Como ya había sucedido antes, y como luego ocurrió en distintos tiempos y en diferentes países, los hijos de Israel fueron expulsados, o al menos deportados del país del Nilo. Aunque se pretenda interpretar en otro sentido, así lo deja patente el Éx. 11, 1, cuando aludiendo al faraón, Yavé dice: “...no sólo os dejará ir, sino que os echará de aquí”. Y de forma semejante consta en la Torah en Nombres 12, 39: …porque al ser expulsados de Egipto (los hijos de Israel) no habían podido demorarse… O sea, que se mire como se mire, al final fueron expulsados.

Moisés no presionó al Faraón para que permitiese la salida del pueblo hebreo; Moisés negoció, y fue consiguiendo poco a poco, que la expulsión fuera más tolerable para su pueblo y para que aquellas gentes pudiesen abandonar el país con la mayor parte de sus pertenencias. De esa manera se daría cumplimiento a la promesa que Yavé había hecho a Abraham en Génesis 15, 14.

Y es que además, no pudo haber sido de otra manera. ¿Alguien puede pensar que un pueblo inteligente, por mucha añoranza que tuviese por regresar a sus orígenes, sin haber sido presionado ni expulsado decidiera salir voluntariamente de un país donde al menos no padecía hambre, y a continuación se internase en un desierto a pasar calamidades durante cuarenta años? Pocas personas pueden pensar eso. Baste leer el versículo doce de Éxodo catorce, cuando el pueblo se enfrenta con Moisés recordándole: ¿No te decíamos nosotros en Egipto: Deja que sirvamos a los egipcios...?

Pero todavía hay más. Suponiendo, lo que ya es mucho suponer, que hubieran abandonado el país en un acto de libre voluntad, en un momento de enajenación mental colectiva, o que, simplemente, se hubiesen equivocado al tomar la decisión de salir, ¿acaso no habrían retornado desde el desierto de Sinaí al comprobar las condiciones de vida que soportaban? Existen numerosos episodios en los que el pueblo se lamenta de su penosa existencia en el Sinaí añorando su vida en Egipto, y sólo una alusión, en Núm. 14, 4, en el que se presenta una iniciativa para intentar regresar a Egipto. ¿Por qué no regresaron? En el lugar más alejado de su estancia en el Sinaí, estaban a unas diez jornadas. No retornaron , porque, sencillamente, no podían hacerlo. Habían sido expulsados, y sobre ellos pesaba la pena de muerte, o en el mejor de los casos, la pérdida de libertad si desobedeciendo al faraón insistían en regresar a Egipto.
Pudo suceder que un número indeterminado de hebreos, los más desfavorecidos por la fortuna, los eternos descontentos, los críticos, los inadaptados, y tal vez los románticos, pudieran estar en disposición de abandonar Egipto. Pero estoy seguro, que después de cinco o diez años de vida en el desierto del Sinaí, aquellas humillaciones que habían recibido en Egipto ya formaban parte de sus recuerdos y ensueños más deliciosos.
Y que conste, que en este aspecto, tampoco culpo en absoluto al pueblo de Israel. Ellos tienen su forma de ser y son consecuentes con ella, prefiriendo ser expulsados antes que adaptarse y modificar su esencia y su concepto de la vida. Y yo entiendo que actitud, buena, mala o regular, es muy digna de respeto.



Retomando el relato, habíamos dejado al Faraón ––y cuando se dice faraón, se quiere decir sacerdotes presionando––, haciendo la vida imposible a los hijos de Israel, a quienes odian y de quienes desconfían.Y todo ello, con el evidente propósito de que tomen la determinación de salir del país. Como consecuencia, los hebreos estaban sufriendo presiones, abusos, humillaciones, e incluso los más graves daños físicos, por lo que es de suponer, que sino todos, al menos un número significativo de ellos, si que debería estar ansioso por abandonar Egipto. Entonces, ¿por qué no se marchaban?

Pues existía una multitud de razones. Al fin y al cabo, eran muchos años viviendo en aquella tierra; y no hay que olvidar ni por un momento que en el Egipto de aquellos tiempos no se vivía nada mal. Si el hebreo comparaba la vida que ahora llevaba, con aquella otra que antes había padecido en las tierras de Caldea y después en Canán, por mucho que idealizara aquella etapa en sus recuerdos, la comparación resultaba muy desigual y la balanza se inclinaba abrumadoramente por permanecer en Egipto; y si tenían que prescindir de leche y miel, aguantarían a base de cerveza y dátiles.

No obstante, para la inmensa mayoría existían dos grandes motivos, por cierto muy razonables, para oponerse a una nueva emigración y salir de aquel país:

El primero de ellos era la meta, el destino final: si salimos de Egipto, ¿dónde vamos a ir?, ¿tenemos acaso un país donde vivir como cualquier otro pueblo?

Con ser muy importante esta incógnita, no lo era menos la segunda: ¿va a permitir el Faraón que nos llevemos de Egipto todo lo que hemos conseguido reunir y guardar durante tantos años?, ¿va a consentir que abandonemos este país con nuestras riquezas, nuestro patrimonio y nuestro ganado?

Evidentemente, no. El gobierno de turno pretendía expulsarles y arrebatarles todos sus bienes, que sin la menor duda, irían a parar a las arcas del faraón y, por supuesto, a las del desinteresado cuerpo sacerdotal. Entonces —pensaban los hebreos— ¿qué hacemos fuera de Egipto; sin un país donde acogernos; rodeados de enemigos, y para colmo sin un duro?



Y, puesto que durante más de tres mil años se ha estado liando la madeja, aquí también conviene tirar un poquito del hilo adecuado para desenrollar el enmarañado ovillo:

Se dice que el pueblo hebreo estaba esclavizado, y parece bastante sensato pensar que los esclavos poseen pocas riquezas. De este razonamiento nace la obligada pregunta: ¿tenían bienes, propiedades y ganados aquellos hebreos?
Pues lo primero que debemos hacer, es resaltar una realidad evidente:

El pueblo de Israel no era esclavo de Egipto. Era un pueblo libre viviendo dentro de otro pueblo. Posiblemente no fuese muy apreciado, y tal y como se afirma en Éx. 1, 10, tampoco disfrutase de gran confianza siendo casi seguro que viviría muy vigilado, pero no eran esclavos. Excepto tierras de labor, eran propietarios de todo tipo de bienes, y gozaban de una considerable fortuna en ganados, oro, plata y piedras preciosas. Eso es indudable. No todos, desde luego, pues aunque a mucha gente le cueste creerlo, hay muchos “judíos” que no son ricos.

A pesar de que no suponga un alarde de riquezas, debemos mencionar el asunto del Becerro de Oro citado en el capítulo 32 del Éxodo, donde mediante piadosa colecta, se recoge el suficiente oro como para hacer la representación de un tótem con forma de buey.

Pero además tenemos, al menos, otros cuatro o cinco episodios que resultan una prueba evidente de que aquellos oprimidos y esclavizados hebreos eran portadores de un verdadero tesoro:

En Éx. 15, 9, cuando el faraón se apresta para atacar a los hebreos que están acampados junto al mar Rojo, se hace notar las intenciones de los egipcios, y dice así: Dijo el enemigo: “Los perseguiré, los daré alcance, repartiré el botín, mi codicia será saciada”. Y estas palabras son puestas en boca de los egipcios por los mismos hebreos, que dejan constancia de ello en el Canto Triunfal. Esto refuerza el hecho incuestionable de que el faraón tenía el perfecto conocimiento de que aquellas gentes se llevaban gran cantidad de riquezas, y que los hebreos reconocían que eran portadores de un respetable capital.

Después, en Éx. 36, 6, se relata un caso excepcional: los sacerdotes levitas se ven obligados a renunciar a la generosidad del pueblo: “Nadie traiga más ofertas para el santuario... porque tenían ya material suficiente y aun sobrante”. Y debemos dar por supuesto que muy pocos hebreos declararían y pondrían a disposición de los sacerdotes la totalidad de su fortuna.

Por si esto fuese poco, en Núm. 7, 1-88, podemos deleitarnos con los platos y jarros de plata, las tazas de oro, perfumes y demás chucherías, que los levitas recibieron del resto de sus hermanos los pobres siervos israelitas.

Para mayor abundancia, tenemos una cuarta cita que nos dice con toda claridad, que el pueblo de Israel tenía considerables riquezas cuarenta años después de salir de Egipto. Me refiero a Dt. 2, 6-7, cuando Yavé dice a los hebreos: Compraréis de ellos (se refiere a los hijos de Esaú) a precio de plata los alimentos que comáis y aun el agua que bebáis; porque Yavé, tu Dios, te ha bendecido en todo el trabajo de tus manos y te ha provisto en tu viaje por este vasto desierto, y ya desde cuarenta años ha estado contigo Yavé, sin que nada te haya faltado.

Por otra parte, nadie puede poner en duda que durante la estancia de los hebreos en el desierto, sobre todo en las cercanías de Cadesbarne, frecuentes caravanas de comerciantes visitarían el campamento para abastecerles de todo tipo de mercaderías. Y yo supongo que ese suministro no sería regalo o gentileza de aquellos pueblos vecinos, que además y con toda seguridad, se regirían por el lema de: hoy no se fía, mañana sí.

Tampoco debemos despreciar el contenido de Éx. 16, 3, donde los hebreos dicen: ¡Ojalá hubiéramos muerto a manos de Yavé en el país de Egipto, cuando nos sentábamos junto a la olla de carne y comíamos pan hasta hartarnos! En mi opinión, que por supuesto puede estar muy equivocada, no es excesivamente frecuente que los esclavos se harten de carne y pan.

Y por último, en Éx. 38, 24, 28, consta que en la construcción del tabernáculo se emplearon unos mil doscientos kilos de oro y unos cuatro mil doscientos kilos de plata. Cantidades, que para ser únicamente una parte de las propiedades de los siervos hebreos, no están nada mal.

Por hacer una estimación de la “miseria” de los hebreos durante su esclavitud, se han efectuado cálculos y estudios bastante rigurosos relacionados con este tema, y ha resultado, que el gasto, o si se prefiere la inversión que realizó el pueblo de Israel para la construcción del Tabernáculo y su mobiliario, rondaba los quince millones de dólares.

Naturalmente, que esas riquezas han intentado ser justificadas basándose en el versículo treinta y seis de Éxodo doce, en el cual consta que los hebreos, con la complicidad de Yavé, estafaron y robaron a los egipcios. Pero eso, además de ser mentira, resulta que es mentira, y no digo que sea una falsedad, para no incomodar a los que prefieren la palabra mentira por estar muy acostumbrados a ella. Ni Yavé organizó aquel timo, ni los egipcios se dejaron timar, ni los hebreos timaron a nadie. Al menos ésta es mi opinión. Por supuesto, con el permiso del veraz cronista y sus amiguetes.

Los hebreos sufrían el odio y la desconfianza de los egipcios, pero también eran gentes libres y poseedoras de una considerable fortuna; no eran pobres miserables obligados a robar a los egipcios según consta en Éx. 3, 21-22 y en Éx. 12, 36, tres versículos, que sin la menor duda evidencian su condición de “pegotes” añadidos.

Por esta razón, y en contra de lo que los “sumos” fueron incorporando a las Escrituras, los hijos de Israel no eran siervos de los egipcios. A menos, naturalmente, que en aquellos tiempos existiera un grupo social que luego desapareciese de la historia de la humanidad, y que estuviera constituido por siervos y esclavos ricos.



Es de justicia resaltar, que Egipto fue el refugio y el granero de los hebreos durante siglos, y que si no hubiera sido así, posiblemente ellos y otros muchos pueblos de pastores nómadas, hubieran desaparecido de la faz del planeta. Israel debe a Egipto mucho más de lo que Egipto pudiera adeudar a los hebreos.
Yo no niego que es muy probable que los egipcios tuvieran una parte de culpa en la incomprensión y el odio contra los hebreos, pero también doy como seguro que toda la culpa no era de ellos, y que los hijos de Israel no facilitaron la convivencia; ni renunciaron a sus costumbres; ni intentaron integrarse en los pueblos que les daban cobijo. Debemos tener presente que aquel pueblo hebreo que vivía en Egipto, era el mismo , poco más o menos, que aquel otro que muchos años después sería expulsado por el imperio romano de los territorios ribereños del Jordán, y que unos quince siglos más tarde de esa dispersión, en 1492, los Reyes Católicos obligaron a salir de Castilla y Aragón. Por cierto, que esa última expulsión tuvo idénticos o al menos muy parecidos fundamentos a los alegados por el faraón. Durante la dominación musulmana de la península ibérica, los judíos habían mantenido unas relaciones fluidas y frecuentes con la cultura impuesta por los ocupantes, y eso estaba muy mal visto por los cristianos, que inmediatamente después de la conquista de Granada, decidieron la expulsión de los sefarditas. Esta razón, y por supuesto, las altruistas motivaciones políticas y los desinteresados intereses religiosos, fueron las causas determinantes del destierro. Es indudable que existieron otros motivos, pero esencialmente, fueron estos dos: temor ante su cuestionada lealtad —recordemos Éx. 1, 10—, y la rapiña de los poderes civiles y religiosos —no olvidemos Éx. 10, 24—.

Para finalizar este capítulo deseo efectuar una recapitulación:
En oposición a lo manifestado en el libro del Éxodo, los hebreos no fueron liberados de su esclavitud en Egipto, sino que fueron deportados o expulsados por el faraón y por su pueblo. El proceso, sin duda doloroso, fue suavizado por la aparición de un hombre providencial llamado Moisés.

Y lo más interesante, en realidad lo único verdaderamente importante:
En el momento en que comienza el Éxodo es cuando tiene inicio una serie de extraordinarios sucesos, a los que, en principio, es muy difícil dar una explicación racional, pero que como podremos comprobar, evidencian, sin la menor duda, que Yavé estaba allí.



Precisamente, porque Yavé estaba allí, es por lo que he realizado esta breve reseña de la historia bíblica de los hebreos, pretendiendo comprender el posible vínculo entre aquel pueblo nómada y aquellos viajeros procedentes de los Cielos que están sobre los Cielos.

¿Qué relación existe entre los hijos de Israel y la presencia de Yavé en nuestro mundo?
Desestimando la versión oficial, en la que se hace constar que el pueblo hebreo ya había sido seleccionado y elegido muchos años antes en tiempos de Abraham, por lo que Yavé sólo tuvo que ir a recogerlos al lugar donde habían sido depositados en tiempos de Losé, he reflexionado intentado explicar la relación entre Yavé e Israel. Y he obtenido tres razones. En mi opinión, Yavé escogió a los hebreos por:
Ser un pueblo con una religión monoteísta.
Ser un pueblo poco numeroso.
Ser un pueblo carente de patria o territorio propio.

Pueblo monoteísta adorador de un Dios invisible.
Para Yavé y sus ángeles debió resultar, sino determinante, al menos muy llamativo, que un pueblo en aquella época adorase a un sólo e invisible dios; que no construyese imágenes y que no hiciese representaciones de él. Eso, como se apreciará después, fue muy del agrado de los visitantes.

Pueblo muy reducido.
A pesar de que en varios versículos (Éx. 12, 37; Núm. 2, 32) se hace constar, con quimérica ilusión, que el censo arrojaba un número de más de seiscientos mil varones aptos para el combate, debemos suponer, mejor dicho, estamos obligados a reconocer, que aquellos infantes eran algunos menos. Como ya he citado, en Dt. 7, 7, Moisés recuerda al pueblo: Si Yavé se ha ligado con vosotros y os ha elegido, no es por ser vosotros los más en número entre todos los pueblos, pues sois el más pequeño de todos.
Vamos a entenderlo: el más pequeño de todos.

Pero es que además, en aquellos tiempos, incluso en nuestros días, un ejército de más de quinientos mil hombres, era y es, una formidable fuerza bélica. Entonces, hace más de tres milenios, una expedición tan numerosa, simplemente armada con piedras y palos, incluso sin la ayuda de ningún dios, podía haber conquistado y sometido un inmenso imperio. Y por otra parte, ni el faraón más falto y más espeso, pone junto a sus fronteras a un ejército poco amistoso de medio millón de hombres. Así pues, de seiscientos mil hombres para el ejército, nada de nada. Quitemos un par de ceros y dejemos como mucho, pero como mucho, mucho, seis mil hombres aptos para la lucha. Y me parece que estoy siendo muy generoso. Naturalmente, que siempre se agradece un poco de sentido del humor, y por lo tanto, lo de los seiscientos mil es una aportación levítica que merece mi sincero reconocimiento.

Pueblo sin tierra
Los poco numerosos y mal adiestrados infantes hebreos no estaban en absoluto capacitados, por el momento, para invadir otras tierras, y por supuesto, nadie envidiaba ni deseaba ocupar su enclave en la península del Sinaí, que por otra parte, estaba bajo el dominio y protección de Egipto.

Cada una de estas tres peculiaridades citadas, contempladas con independencia, pero sobre todo si las consideramos juntas y complementarias, hacían idóneo al pueblo hebreo para ser aislado y controlado durante algunos años.

No teniendo posibilidad de efectuar una interpretación, con un mínimo de fundamento, de esa hipótesis de la selección anterior a la llegada de la astronave, es por lo que después de mucho tiempo intentando encontrar una respuesta, he llegado a esta conclusión:

Yavé y sus ángeles observaron que aquel pueblo reunía una serie de características muy aptas para lo que ellos pretendían. Advirtieron que a sus tres condiciones de monoteístas, escasos en número y pueblo sin tierras, se añadía además, la indiscutible realidad de que estaban escasamente integrados en el país en el que residían; que los hebreos se sentían marginados, y que un número más o menos significativo deseaba abandonar Egipto. Teniendo todo esto en cuenta, Yavé decidió que aquel sería el pueblo elegido.

Pero aparte de teorías más o menos acertadas o erróneas, hay algo cierto e indiscutible:
Entonces, hace unos tres mil trescientos años, Yavé les tomó a su cargo y les condujo a la península del Sinaí; y allí, durante un periodo de tiempo de algo más de un año, les protegió, les alimentó, les instruyó, les estudió e hizo con ellos un pacto. Y al final, como culminación de todo un proceso, les hizo entrega de las tablas de piedra del Testimonio.

Después Yavé se fue, y los hebreos se quedaron solos; aunque, ciertamente, no se quedaron más solos que el resto de los hombres.

Y ahora sólo resta preguntarse:
¿Qué propósito podía animar a Yavé para buscar esas tres características de las que “gozaba” el pueblo de Israel? ¿Que le indujo y decidió para hacer de los hebreos el pueblo elegido?
La respuesta, mí respuesta, la encontraremos en el capítulo de Las Pruebas.

El Génesis es una colección de leyendas entre las que están incluidos los relatos de algunos acontecimientos seudo históricos muy deformados por mentes fantasiosas.
No podemos conceder ningún crédito a la cronología de la Biblia.
Con independencia de su nomadismo, ya antes del famoso Éxodo conducido por Moisés, el pueblo hebreo había padecido, al menos, otros cuatro éxodos.
Durante la época de los patriarcas, en tiempos de carestía, los hebreos y otras muchas tribus acudían a refugiarse en Egipto.
El hebreo en Egipto era un hombre libre viviendo con su tribu bajo la autoridad del faraón; excepto tierras de labor, podía adquirir todo tipo de propiedades.
Los hebreos no estaban integrados en Egipto; pero deseaban vivir allí.
Los hebreos no pidieron autorización para salir de Egipto, fueron expulsados por un faraón muy instigado por el “clero”.
Las gentes del pueblo hebreo que inició el Éxodo eran egipcios; la cultura y forma de vida del país del Nilo influía, casi de una manera determinante, en sus costumbres.
El pueblo hebreo que salió de Egipto con Moisés, era muy pequeño; inferior a 30.000 personas contando hombres mujeres y niños.
Además de ser poco numeroso, el pueblo hebreo carecía de territorio y era monoteísta.
El monoteísmo hebreo había influido en los movimientos teológicos que se habían producido , poco tiempo atrás, en Egipto.
Cuando se inició el Éxodo, Yavé estaba allí. Desde su Gloria fue conduciendo a Moisés.
Veamos ahora quien fue Moisés.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Capítulo II - Moisés


Ahora, antes de que el lector pueda adentrarse en este capítulo dedicado a Moisés y, por supuesto, antes de iniciar la lectura de los otros dos siguientes que he titulado como La Misión y Las Plagas, entiendo que sería muy conveniente efectuar una sincera confidencia:

Estos tres capítulos han sido incluidos en este trabajo, únicamente con la intención de poder resaltar unos pocos episodios muy puntuales y que contienen algún interesante significado; pero también, y sobre todo, he decidido tratar estos tres temas, como una muestra de cortesía para con un buen número de lectores que, me consta, son amantes de las fantásticas leyendas y las hermosas fábulas.
De nada.

Por supuesto, y como muy pronto advertirán, no he pretendido insinuar que todo esto sea una completa invención; y desde luego, sería absurdo negar algo tan evidente e indiscutible como es la existencia de un hombre llamado Moisés. Un hombre, al cual, y sin la menor duda, debemos el conocimiento de todos estos textos. Pero una cosa es reconocer la existencia de Moisés, y otra muy distinta, admitir la formidable colección de leyendas y de fantásticas historietas incorporadas a su vida.

En cuanto a la aplicación de la regla de oro, o sea, sobre el posible interés de los sacerdotes en este tema, sólo debemos recordar que Moisés, que posiblemente no fuese hebreo, quedó inscrito por los levitas dentro de esa misma tribu hebrea de los levitas. Con eso ya vamos empezando a comprender.
Por esta razón, insisto: si algún lector no está muy interesado en los temas de Moisés, de la milagrosa zarza ardiente y de las molestas e insistentes plagas, no se pierde mucho por sortear su lectura e ir directamente al capítulo cinco.
He dicho que no se pierde mucho, pero además de poder conocer a un magnífico ser humano llamado Moisés, sin la menor duda, algo sí que se pierde. El lector decide.



Pues señor, érase una vez, hace mucho tiempo, que en un lejano país vivía un matrimonio muy humilde...

Cuando se lee por primera vez el relato del hermoso niño a quien, para evitar su muerte que ha sido ordenada por el malvado rey, es primero ocultado durante meses, después depositado en el río dentro de un pequeño cesto al cuidado de su hermanilla, y que, cuando la situación es ya insostenible, aparece una princesa que lo descubre, salva su vida, e incluso le adopta como hijo, es fácil pensar que toda esta narración no es otra cosa mas que un bonito cuento para niños. Y tampoco deberíamos olvidar, que entonces lo mismo que ahora, un cuento donde se relaten las peripecias de un niño que es odiado y perseguido por un infame tirano que desea su muerte, si resulta que al final, ese niño sale victorioso y el despótico rey huye derrotado, nos encontramos con un éxito editorial más que seguro. Sobre todo, si entremedias del relato, introducimos algún prodigio o milagro realizados con una varita mágica, y si además, incluimos una escena en que nuestro héroe, enfrenándose a una pandilla de gamberros, conoce, ayuda y se enamora de la “chica” junto al pozo de un oasis.

Todos estos episodios que acabo de describir son relatados, punto por punto, en los capítulos dos y tres del Éxodo. Yo sólo deseo señalar, que en esta historieta de Moisés, en el momento en que se medita un poco, solamente un poco, hay muchos episodios que casi nos inducen a murmurar tolerantes: ¡Bueno!, ¡si tu lo dices!
Y, de todas formas, lo diga quien lo diga, han quedado demasiadas cuestiones sin aclarar.

Disponemos de muchos y muy sólidos argumentos para poner en entredicho la supervivencia de un recién nacido que es introducido en un cesto de mimbres y depositado en un río. Y además, en un río de mucho cuidado. El Nilo no es un tranquilo arroyo de aguas transparentes donde aletea alguna pequeña trucha. El Nilo, sobre todo al norte de la actual ciudad del Cairo y hasta su desembocadura, era un sus orillas un denso cañaveral plagado de plantas acuáticas y hábitat de todo tipo de animales, entre las cuales, los mamíferos carniceros de considerable tamaño, subsistían dando buena cuenta de una inmensa población de enormes ratas. Pero además, en aquellos tiempos, en las cenagosas aguas de sus riberas, todavía tenían su territorio de caza una abundante variedad de cocodrilos de todos los tamaños. En esas circunstancias, la posibilidad de supervivencia de un niño de poco más de tres meses depositado en un cesto, es como mínimo cuestionable.
Claro, que si estamos hablado de los socorridos milagros para salvar la vida de un futuro profeta, no hace falta río, ni cesto, ni hermana, ni princesa, y si me apuran un poco, ni siquiera se necesita al niño.

Teniendo todo esto bien presente, y admitiendo que muestra un fortísimo sabor a invención o conseja, solamente por buscar un punto de credibilidad del texto bíblico, se puede admitir que el relato del nacimiento de Moisés, el episodio del río, su crianza por parte de su verdadera madre y la afortunada circunstancia de su posterior adopción por una princesa o por alguna noble dama, no deja de tener alguna viabilidad; al fin y al cabo, y sin recurrir a los milagros, casi todo es posible.

Recordamos del capítulo anterior que el faraón ha dado orden de exterminar de entre los hebreos a todo segundo hijo varón. En realidad, el texto bíblico no indulta ni siquiera al hijo primogénito, pero recordemos que cuando nace Moisés, su hermano Arón ya tiene tres años.
En estas circunstancias sucede algo muy “embarazoso”:
Una mujer de Israel, queriéndolo o no, queda encinta. Haciendo uso de su libertad, desestima la oferta social del aborto y trae al mundo un precioso crío. La mujer no desea deshacerse de su hijo, y lo primero que intenta es que algún familiar o vecino hebreo lo adopte; antes que matarlo, está decidida incluso a entregarlo a una familia egipcia. Las discretas indagaciones no dan resultado; ya han transcurrido tres meses, y el asunto cada vez se presenta más comprometido.

Alguien aporta una leve esperanza: Existe un tramo en la ribera oriental del río, en su parte más cercana al palacio del faraón, donde los cortesanos bajan a bañarse. Son gentes perversas que odian a los hebreos, pero tal vez se apiaden de un recién nacido; y si no es así, que ellos decidan; que sean ellos mismos quienes acaben con la vida del niño. Es una decisión arriesgada y con muy escasas probabilidades de éxito, pero debe intentarse. A la hermanilla del bebé se le facilitan instrucciones muy concretas: después de burlar la vigilancia de la guardia encargada de la seguridad de una zona que es frecuentada por la familia del monarca, cuando vea aparecer a la princesa o a cualquier otra noble cortesana, debe hacer todo lo posible para que el cestillo sea visible.

Y así sucederá todo en el más puro estilo de la factoría Disney. La princesa descubre el cestillo, y quedando “prendada” de la hermosura del niño, decide adoptarlo. El guionista, que debía ser de corazón tierno, y con el objeto de que la madre del niño no sufra en exceso, habilita una amorosa solución, y a tal fin se pacta que durante los primeros años de su vida, el bebé Moisés sea alimentado y atendido por su biológica y verdadera madre.

Esta versión, sin perder su inmenso tufillo a cuento, resulta una posibilidad. Al fin y al cabo, la llegada de Superman al planeta Tierra es “casi” tan fantástica. Y además, ¿por qué no? ¡Claro que pudo suceder así! Y de esta forma, además, se justificaría el nombre de Moisés, que al parecer significa salvado de (o por) las aguas.

Pero sucede, que si lo miras bien, y prescindiendo de que tal vez Moisés no fuese hebreo, sino un egipcio de pura cepa, —Moisés, hablando al pueblo, dice en Éx. 3, 13… el Dios de vuestros padres (no dice de nuestros padres)—, y sin desestimar que la milagrosa salvación pudo que ser inventada para dar al profeta un necesario árbol genealógico con raíz en las tribus hebreas, más concretamente en la de Leví,  toda esta historia del río importa muy poco. Ni siquiera tiene la menor trascendencia que un niño hebreo fuese salvado de las aguas e instruido y educado en el palacio del faraón. En el transcurso de la negociación previa al éxodo hebreo, esa circunstancia no favorece ni a Moisés, ni a los israelitas, ni al faraón, y por  supuesto, no modificó en absoluto el índice de la Bolsa. Por lo tanto, da lo mismo que Moisés fuera salvado de morir en el río, arrancado de las garras de un león, o que el feliz acontecimiento y la posterior crianza del niño, no presentase ni la menor incidencia. Claro que a los efectos dramáticos, sí que contiene una folclórica justificación.

Pero es que además, de la misma forma que a su hermano, tal y como veremos en su momento, le fue impuesto el nombre de Aarón mucho después y durante su permanencia en el desierto, el nombre de Moisés, salvado de las aguas, puede referirse a otras aguas, en concreto a las aguas del mar Rojo. Pero claro, si el nombre de Moisés —que por cierto es un nombre egipcio, que le fue impuesto por la hija del faraón y que presenta un magnífico parecido con el de su “primo” Ramsés y con el de su“tío” Amosis—, si, repito, el nombre del profeta significa salvado de (por) las aguas, y resulta que en el episodio del mar Rojo ––como también veremos en su momento––, sólo vamos a encontrar el agua justa para mojarnos los  calcetines, no tenían otro remedio que inventarse el suceso del río.

Cuando Moisés tiene la edad suficiente, su madre, entre triste y esperanzada —no todas las madres tenían la oportunidad de entregar a su hijo para que fuese educado como un príncipe—, lleva al niño al palacio donde va a recibir una esmerada formación como corresponde a un pupilo de la princesa.

Y colorín colorado…

Con este último acto de la adopción, se termina el bonito cuento de un niño llamado Moisés. A partir de este momento y hasta el final de su vida, sin la menor duda encontraremos mucha interpretación fantasiosa sobre la vida de aquel hombre admirable, pero también descubriremos una sencilla y al mismo tiempo fascinante verdad.



Si prescindimos ––por muy significativo que resulte––, de la innegable marginación y discriminación, que dentro de las doce tribus sufrieron los dos hijos de Moisés en favor de los cuatro de Arón, no tenemos ninguna evidencia más del origen y de la posible sangre egipcia de Moisés, y por lo tanto, seguiremos respetando el texto bíblico y admitiremos que Moisés era un legítimo y "castizo" descendiente de Israel.

Han transcurrido algunos años, y aquel niño hebreo, desde su situación privilegiada en la corte, no olvida a su madre ni a sus hermanos ni a sus pequeños amigos y vecinos. Y si es cierto que él no olvida, posiblemente también sea cierto que no le dejan olvidar.
El niño crece como un príncipe egipcio, pero en palacio, y esto ha sido siempre así y siempre será de la misma forma, sus amigos y servidores le recuerdan, con el menor motivo, que él es un hebreo; un hijo del pueblo odiado, despreciado y marginado. Y si aquella gente no quiere que el niño olvide, el niño empieza a advertir que tampoco desea olvidar. Al mismo tiempo, comienza a percibir una extraña sensación bastante desagradable, y que ni siquiera puede identificar plenamente. Es como un sentimiento de culpabilidad que le hace experimentar vergüenza por llevar una vida tan fácil y cómoda mientras sus hermanos padecen humillaciones a manos de los mismos que le sirven y que a su vez se humillan ante él.
La previsible consecuencia de todo ese contradictorio ambiente es que, cuando tiene suficiente edad, de manera muy discreta, el joven Moisés mantiene un trato frecuente con aquellas gentes tan castigadas por el faraón.
Estando en esta dinámica, y de una forma totalmente inesperada --como sucede con mucha frecuencia--, se presenta el desenlace de aquella ambigua situación. Un día, el destino le interpone entre un agresor egipcio y una víctima hebrea. Inmediatamente, se puede decir que de una manera instintiva, Moisés advierte donde está su sitio. Golpea y mata al egipcio, e intentando ocultar el delito entierra el cuerpo de la víctima en el desierto y regresa a palacio. Se siente triste y pesaroso por haber matado a un hombre, pero al mismo tiempo saborea una desconocida sensación de bienestar al advertir que ha luchado por su pueblo. Al día siguiente baja de nuevo al barrio hebreo, y muy pronto percibe que el suceso es conocido por mucha gente. La más elemental prudencia le aconseja que se aleje lo más pronto posible de la justicia egipcia. Por muy príncipe que sea, en lo fundamental no deja de ser un hebreo que ha matado a un egipcio. Y eso de que un hebreo matase a un egipcio estaba muy mal visto. ¡Vamos!, que posiblemente intentarían “regañarle”. Moisés comprende que no estará seguro hasta que no abandone los dominios del faraón.



En éste su primer éxodo, Moisés atraviesa una parte bastante extensa de la península de Sinaí y llega a los territorios de Madián.
Apenas ha llegado, y por su galante comportamiento en una disputa por un turno de abrevadero, el joven Moisés conoce a Séfora, la que después va a ser su esposa. La mujer le conduce hasta Jetró, que será su suegro y amigo. Y allí, en el territorio de los madianitas, sirviendo a Jetró, jefe de la tribu y padre de su mujer, pasa cuatro o cinco años, engendra a Gersom, su primogénito, y... y conoce a Yavé.

Sí, he dicho que transcurren cuatro o cinco años; no más.



Éx. 7, 7: Tenía Moisés ochenta años, y Arón ochenta y tres, cuando hablaron al Faraón.
¡Si tu lo dice!

Con la intención de poder determinar, con cierta sensatez, la edad de Moisés cuando se inicia el Éxodo, y teniendo en cuenta que en el momento de su huida a Madián es poco más que un jovencito, debemos intentar concretar el tiempo que transcurrió desde que conoce a Séfora hasta que regresa a Egipto.

En el versículo Éx. 2, 23 se dice: Pasado mucho tiempo, murió el rey de Egipto...
No es posible saber qué entendía el cronista sagrado por mucho tiempo, pero como acabo de afirmar, no debieron de transcurrir más de cuatro o cinco años desde la llegada de Moisés a Madián hasta la muerte del faraón.

¿Y en qué me baso para realizar esta afirmación?
Pues esta apreciación tiene su fundamento en el relato del Éxodo 4, 20-26.

Moisés tuvo dos hijos, Gersom y Eliécer, pero cuando muere el faraón, todavía no ha nacido el segundo que es mencionado por primera vez en Éx. 18, 4, y por lo tanto, el niño que les acompañó en su viaje de vuelta a Egipto sólo puede ser Gersom.

Para una mayor confirmación de que ese niño era Gersom, tenemos el versículo 20 de Éx. 4, donde se dice: Tomó, pues, Moisés a su mujer y a su hijo... Advirtamos que sólo menciona un hijo ––al menos en los cuatro ejemplares que vengo consultando––. Pero además y como ratificación, nos encontramos con la etimología del nombre del segundo hijo. Eliezer significa: Dios es mi protección; y recordemos que antes del episodio de la “zarza ardiente”, Moisés no tenía una gran relación con su dios. ¡Vamos!, que en ningún momento hace mención de él; ni para bien ni para mal; circunstancia que le indujo a poner a su primogénito el nombre de Gersom, que significa estoy en tierra extraña.

Y por último, nos encontramos con tres palabras del versículo 25: …circuncidó a su hijo. Entendámoslo: no dice a sus hijos, sino que dice a su hijo.

Aceptando que se habla únicamente de un hijo, y conviniendo que sin duda es el primogénito, ahora intentemos determinar, aproximadamente, la edad de ese niño.

Gersom nació en el primero o segundo año después de la huida de Moisés; así se puede deducir de Éx. 2, 21-22 donde se dice: Moisés accedió a quedarse en casa de aquel hombre, que le dio por mujer a su hija Séfora. Séfora le parió un hijo, a quien llamó él Gersom...

Intentemos ahora interpretar con un sensato razonamiento los versículos siguientes:

Éx. 4, 20 dice: Tomó, pues, Moisés a su mujer y a su hijo, y, montándolos sobre un asno, volvió a Egipto,...
Según ese texto, Moisés acomoda en el asno a la madre y al niño. Parece que se quiere señalar que el niño es llevado por su madre sobre el asno. Esto, lógicamente, nos está haciendo pensar que ese niño es todavía muy pequeño. Ahora, en los primeros años del siglo XXI, yo no sé cuál sería la actuación de un padre con su hijo, y probablemente, muchos “papitos” llevarían sobre los hombros a un chico de diez u once años, pero en aquellos lejanos tiempos las cosas no eran así. Los niños, desde muy pequeños, y sobre todo si eran hijos de pastores, estaban acostumbrados a trabajar y a caminar grandes distancias, por eso resulta casi inaceptable pensar que Moisés pudiera consentir que su hijo, próximo a la pubertad, hiciera parte del viaje sobre el asno.

Pero es que además…
En ese viaje, al hacer un alto en el camino, se produce un incidente que decide a Séfora a circuncidar a su hijo. Éx. 4, 25: Tomó entonces Séfora un pedernal, cortó el prepucio de su hijo...

La circuncisión solía efectuarse en los primeros meses de vida, y, aunque también podía demorarse unos pocos años, se procuraba no retrasar demasiado ese rito. Teniendo esto en consideración, y dejando al margen el embrollo que se monta el cronista del texto, que no sin un visible esfuerzo, llega a conseguir que esos versículos 24-26 de Éx. 4, resulten totalmente incomprensible, Gersom podía tener unos cinco años cuando fue circuncidado por su madre. Y en definitiva, ese “mucho tiempo” al que se refería el narrador, no es “tan mucho”. Pero de todas formas, si alguien insiste en que había transcurrido “mucho tiempo”, por mi parte no hay el menor inconveniente en aceptarlo y, creo que es perfectamente admisible y muy comprensible, imaginar a una madre circuncidando el prepucio de un hijo de veinte o treinta años.

Con estos razonamientos, únicamente he pretendido reducir en lo posible, la edad de Moisés en el inicio del Éxodo, cuando se afirma, y así consta en Éx. 7,7, que el profeta contaba ya ochenta años. No sabemos la duración de las plagas, pero por la manera encadenada que se nos presenta en el relato, debieron producirse en un breve intervalo de tiempo y con bastante continuidad; por eso, casi estamos obligados a presuponer, que Moisés inició el Éxodo con menos de cuarenta años. O sea, justamente la mitad de los reseñados.

Y la explicación a ese error que duplica la edad del profeta, estaría en las mediciones del tiempo que se usaban en Egipto. Allí, en aquella sociedad agrícola, los años comenzaban el veintiuno de junio (inicio aproximado de la inundación) y el veintiuno de diciembre (inicio aproximado de la germinación) ––o sea, dos veces en trescientos sesenta y cinco días––. Esos “años” de ciento ochenta y dos días, a su vez, estaban divididos en dos periodos prácticamente idénticos:

24 de septiembre: inicio aproximado de la siembra.
21 de marzo: inicio aproximado de la recolección.

Este cómputo del tiempo, rebajando a la mitad la edad del profeta, nos esclarecería la decisión del Moisés cuando, con unos cincuenta años, toma una nueva esposa (Núm. 12, 1); y además nos sugiere, que no deberíamos identificar a Moisés con un venerable anciano obligado a tomar unas decisiones muy difíciles e impropias de un hombre de esa edad. A mí, personalmente, se me hace muy difícil imaginar a Yavé contratando lideres en el Inserso.



Puesto que en el transcurso de este trabajo incidiremos, una y otra vez, en las diferentes actuaciones de Moisés durante el Éxodo, ahora, para finalizar este bosquejo de su vida, vamos a trasladarnos a sus últimos días.

En Dt. 32, 48-50 dice: (48) Aquel mismo día hablo Yavé a Moisés diciendo: (49) “Sube a ese monte de Abarim el monte Nebo, en tierra de Moab, frente a Jericó, y mira desde allí la tierra de Canán, que voy a dar a los hijos de Israel; (50) y muere en ese monte a que vas a subir”.
¡Caramba! Muy duro Yavé con su amigo.

Dt. 34, 5-6: Murió allí en la tierra de Moab, conforme a la voluntad de Yavé. 6 Él lo enterró en el valle de la tierra de Moab, frente a Bet-Fogor, y nadie hasta hoy conoce su sepulcro.

He calificado como muy duro el proceder de Yavé para con su amigo Moisés, pero, ¿y si en realidad existiese un buen motivo para ello?

Moisés, tal y como consta en Dt. 5, 5, era el mediador entre la Gloria y los hijos de Israel, y además era el hombre de confianza en la casa de Yavé, y hablaba con él cara a cara (Ex. 33, 9 y Núm. 12, 7). Por esa razón yo he interpretado, o he querido interpretar, que en el momento en que Yavé decide abandonar nuestro mundo; cuando ya ha finalizado el proyecto ángel, destinado a conducir a los hebreos hasta el Jordán; cuando ya ha buscado un sucesor para Moisés en la persona de Josué, el Señor de los Cielos, ya puede prescindir de ese Moisés, profeta y líder que le ha servido fielmente durante mucho tiempo, y por lo tanto, puede consentir su muerte.

Pero, ¿cómo se prescinde de un amigo? ¿Cómo se consiente la muerte de un ser querido?

La muerte no puede separarte de un amigo si eres tú quien decide sobre la vida y la muerte. Por esa razón también “he querido entender”, que Yavé muestra un falso (aparente) enojo (Dt. 3, 23 y siguientes), castigándole a no entrar en la tierra prometida, cuando en realidad, lo que está haciendo es preparar el camino para su propia marcha y para llevárselo con él, sin que el pueblo tenga esa percepción (Dt. 34, 4 y siguientes). Al parecer muchos años antes, otros dioses se habían llevado a Henoch, y años después se llevarían a Elías en un carro de fuego.

Y si todo esto no fue como yo he querido entender; si realmente Moisés murió frente a Jericó, ¿por qué nunca se supo la ubicación de su tumba que jamás ha sido encontrada? Pero, sobre todo, y como incógnita más destacada:  

¿Cuál pudo ser la razón que decidió a Yavé a ocuparse personalmente de enterrar a Moisés?

Él (Yavé) lo enterró en el valle, en la tierra de Moab, frente a Bet Fogor, y nadie hasta hoy conoce su sepulcro. (Dt. 34, 6)

Y aquí se plantea otra interesante incógnita:
Si no fue a Moisés a quien Yavé enterró, ¿qué fue, en realidad, lo que Yavé dejó soterrado en el valle de la tierra de Moab?
Y me gustaría añadir que, posiblemente, poco antes ––en ese mismo año––, Aarón también había sido recogido por Yavé. Basta leer la significativa descripción que se realiza en Núm. 20, 28-29 y 33, 38. Y, de todas formas, leyendo la muerte de los dos hermanos, debemos preguntarnos: ¿hay que subir a un monte para morirse?

Mi conclusión de todo esto es que, Moisés, siendo un hombre excepcional, tiene como principal mérito que resultó un personaje providencial que estuvo allí en el momento en que más se le podía necesitar. Un hombre que tuvo una vida muy difícil, y que, con algunos defectos que son inherentes al mejor de los seres humanos, fue un muy respetable y posiblemente inmejorable representante y embajador de todos los hombres ante aquellos visitantes forasteros venidos de los confines del universo. Pero, al mismo tiempo, fue un hombre que disfrutó de un privilegio difícilmente imaginable: tuvo un amigo llamado Yavé.

Como es fácil de advertir, son demasiadas las incógnitas relacionadas con Moisés que ni siquiera se han abordado en este trabajo. Y, muchísimo más es lo que me gustaría relatar acerca de aquel hombre extraordinario, pero igual que hice constar al referirme a José, y aunque Moisés sea uno  de los tres  protagonistas  de este trabajo,  tampoco él es el objetivo de estas reflexiones. No obstante, en estas últimas conclusiones, sólo deseo resaltar, que Yavé no castigó a Moisés; es más, por la grandeza de su alma y en compensación por sus servicios, el Señor del Cosmos le concedió su amistad;  y al final, cuando el pueblo hebreo estaba dispuesto para cruzar el Jordán, no sé de qué manera, porque con toda seguridad Yavé había abandonado nuestro planeta muchos años atrás, pero es el caso, que se lo llevó con él.
Y permítanme añadir que, posiblemente, junto con él, iniciaron voluntariamente aquella galáctica aventura, un pequeño grupo de hombres y mujeres. Y si esto no sucedió exactamente así, lo que sí que resulta más que posible, es que los Señores del Cosmos recogieran material procreativo para su posterior utilización. Con lo cual, es muy probable que por esos mundos de Dios, se encuentren hombres y mujeres que, gozando de una clonada, regenerada y envidiable eternidad, una vez, hace ya muchos años, pasaron una temporada en el Sinaí.

Existe mucha leyenda en la vida de Moisés.
Debemos admitir la evidente posibilidad de que Moisés no fuese hebreo, sino un verdadero príncipe o notable hombre egipcio, que en un momento determinado asumió la defensa y protección de los hijos de Israel.
Esa actitud, le obligó a huir a Madián.
Años después, valiéndose de algún indulto, regresó a Egipto.
Moisés tenía unos cuarenta años cuando inició la preparación delo Éxodo.
Moisés no murió en el monte Nebo, sino que fue recogido por Yavé.
Que en el valle de Moab, “algo” quedó enterrado por Yavé.
Que, posiblemente, aquella expedición comandada por Yavé, recogiese materiar procreativo de los hijos e hijas de los hombres.